La cosa es que todavía nadie allí parecía haberse dado cuenta de que mi sentido de la orientación está indiscutiblemente dañado. Cuando era pequeño mis padres se pasaban más tiempo buscándome que haciendo cualquier otra cosa, excepto perderme. Una vez que mi madre me dejó ir solo al baño para que me espabilara de una vez por todas, desaparecí y no se volvió a saber de mí hasta tres meses más tarde, cuando un matrimonio de campesinos de una localidad a treinta kilómetros de nuestra casa me descubrió durmiendo plácidamente en su granero. Lo que sucediera en el lapso de tiempo intermedio sigue siendo un misterio para mí. Luego, con los años, aprendí a convivir con este pequeño handicap, y hasta lo llegué a contrarrestar en buena medida con pequeños trucos y medidas rutinarias. También aprendí que saber por dónde se va a un lugar no siempre es requisito fundamental para llegar a él.
Por supuesto, nada de esto me iba a servir de mucho en un laberinto, donde alguien se esfuerza específicamente en diseñar una trampa para la orientación humana.
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