Hace poco estuve revisando y haciendo copias de seguridad de los documentos con los que trabajé para escribir La máquina de Soñar (ya relaté en este artículo lo importante que considero este proceso). La primera versión de la historia la escribí en 2010, y durante estos años estuvo en reposo hasta que la popularización de Kindle Direct Publishing y mis recién adquiridos conocimientos en edición digital me dieron la idea de publicarla.

Ilustración de un hombre cayendo en un agujero.

Desde que escribí la primera versión no había vuelto a revisar esos documentos, y me sorprendí al comprobar que escribir esta historia me debió de costar mucho más esfuerzo del que recordaba. Además, leyendo por encima descubrí algunos fragmentos que no fueron incluidos en la versión final, como el que publico en este post, que ni siquiera recuerdo haber escrito y no se me ocurre a qué parte de la historia pertenece. De hecho, cuando lo leí sentí una especie de rencor, como si alguna otra persona lo hubiera escrito copiándome, o como si las palabras se hubieran unido por sí solas sin mi permiso.

Ahora que lo leo fuera de su contexto me parece un texto demasiado abstracto. Ni yo misma logro hacerme una idea de lo que está pasando en la historia. En cualquier caso me resultó un fragmento curioso porque representa mi manía por describir los movimientos de los personajes de manera muy minuciosa. Cuando rescaté el libro para publicarlo, ya con una perspectiva un poco más objetiva con respecto a mi propia obra, eliminé muchas partes en las que consideré que esta minuciosidad podría resultar extenuante.

Además, también rompí muchos párrafos interminables como estos dos para no torturar aún más al lector. No obstante, sigo pensando que en muchos casos el recurso resulta efectivo.

Dicho esto, dedico este fragmento a los lectores de La Máquina de soñar, y también les reto a que intenten situarlo en alguna parte del libro:

Alexander miraba con una sonrisa la calle, varios kilómetros bajo sus pies. Cuando algo le distrajo y levantó la mirada de golpe, su equilibrio no se tambaleó ni un poco. El silbido del viento franqueó las silenciosas alturas y manoseó su pelo y su ropa. Caminó con las manos en los bolsillos de la cazadora por el bordillo de la azotea. Aspiró profundamente con los ojos cerrados y dejó salir el aire de sus pulmones con la boca entreabierta. Entonces vio algo moviéndose en la azotea contigua. La figura todavía no había advertido su presencia y estaba de espaldas, con los brazos cruzados, vigilando los alrededores. Hasta que de pronto pareció que contenía la respiración y se giró hacia él de golpe. Se quedó quieto, con los brazos y las piernas ligeramente abiertos, en tensión. Después se acercó. Con cautela al principio y luego con una rapidez excepcional que le sirvió para impulsarse y salvar el vacío que separaba ambas azoteas. Alexander se abrió la cremallera de la cazadora y sacó un transmisor del bolsillo interior. Estiró el brazo hacia su espalda, trazó un fugaz arco sobre su cabeza y el aparato salió disparado a propulsión. El hombre pareció quedarse suspendido en el aire cuando desvió la atención de su acrobacia y el transmisor emitió un silbido supersónico que se amplificó más y más hasta que acabó hundido en su cabeza. 

Alexander sonrió satisfecho y se sacudió las manos mientras aguzaba el oído por si lograba oír algo colisionando con el suelo. Entonces se materializaron en el rabillo de su ojo tres figuras grises que le miraban fijamente y comenzaban a acercarse con movimientos felinos. Cuando vieron un asomo de pánico en su rostro, se miraron de reojo y luego comenzaron a acercarse con confianza. Alexander retrocedió un paso instintivamente y se tambaleó cuando sus talones rozaron el vacío. Se oyeron unas risas. Ellos continuaron acercándose hasta que llegaron junto al bordillo y Alexander se agachó en una posición defensiva que no le iba a servir de nada, porque no iba a poder evitar que le lanzaran al vacío. La línea de su boca se tensó. Los tres hombres estaban casi al alcance la mano, pero sus rostros seguían siendo tan vagos como cuando les veía en la calle en la lejanía. El aire silbó. Alexander pestañeó. De nuevo metió la mano por la solapa y palpó el bolsillo de la cazadora. Las puntas de sus dedos rozaron una superficie metálica. El hombre de gris que había delante de él hizo crujir sus nudillos y se quedó inmóvil cuando vio relucir en el aire otro transmisor. Antes de que su nariz quedara sepultada en las profundidades de su rostro, casi le dio tiempo a formar una «o» perfecta con la boca. Los otros dos se quedaron con los brazos caídos mirando cómo se desplomaba en el suelo y luego levantaron la mirada muy despacio. Seguía ahí, erguido, observándoles con despreocupación desde lo alto, con las piernas ligeramente abiertas y un rostro serio pero satisfecho. Siguieron con un gesto de preocupación la trayectoria de otros dos proyectiles que sendas manos lanzaban al cielo para luego atraparlos al vuelo. Otros hombres de gris que había sobre otras azoteas se pusieron a disimular y a esconderse donde pudieron. Pero era demasiado tarde. No estaban lo suficientemente lejos.


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